La Opinión
Suscríbete
Elecciones 2023 Elecciones 2023 mobile
Columnistas
Recordando a Juancho Polo
En esos vetustos recuerdos de la niñez, logro pensar con algún grado de nostalgia, y también una pizca de amor, en aquellas melodías y sus cantantes.
Viernes, 1 de Diciembre de 2023

Como Dios en la tierra no tiene amigos,

como Dios no tiene amigos, anda en el aire.

Tanto le ruego y le pido, ¡ay ombe!,

y siempre me manda mis males.

Pensar en Juancho Polo Valencia es construir un idílico pasado y, seguramente, una misteriosa ensoñación que ata vitalmente el ayer con el presente. Esta construcción imaginaria es lo que García Márquez describía en El Espectador tras el asesinato de John Lennon: “En realidad, nuestro pasado personal se aleja de nosotros desde el momento en que nacemos. Pero solo lo sentimos pasar cuando se acaba un disco.”

En esos vetustos recuerdos de la niñez, logro pensar con algún grado de nostalgia, y también una pizca de amor, en aquellas melodías y sus cantantes. Figuras alegóricas potentes y también víctimas de sus vicios y tragedias que consumen sus existencias, donde las canciones son liberación, exclamación, resignación y también un camino hacia la perpetuidad. Los juglares vallenatos como Juancho Polo Valencia son una expresión de esa esencia contradictoria arriba descrita. Significan para mí el lazo que me anuda a mi padre, de quien heredé el gusto por las canciones de Juancho Polo, pero también un punto de conexión hacia la topofilia: esa emocionalidad y afectividad que permean todo el espíritu de aquella cultura anfibia emergida de la Depresión Momposina, de las riberas del Río Magdalena y las ciénagas que hidratan nuestra imaginación, mitos y leyendas. Es así como percibimos la realidad y, por ende, la música, siendo ella el lente para ver el mundo y verse a sí mismo. "Juancho y su Alicia Dorada" no es una canción más; es el abatimiento existencial por la pérdida, es el reclamo sin respuesta a esa fuerza superior, es el amor separado por la parca, pero a la vez la fragilidad humana y sus extravíos.

Esta narrativa hecha canción devela no solo el dolor y la miseria que consumen al héroe provinciano, una especie de Odiseo magdalenense embriagado en su propio manto etílico de irresponsabilidad; pero enamorado férreamente de su damisela, olvidada por las correrías de su espíritu dionisíaco. Su lamento inicia con la negación de Dios, de la imposibilidad de intimar su desdicha y definirlo como el aire. No sé si quiso decir que, aunque exista, no te veo y, si te veo o siento, es por tus males. Su travesía desesperada por las tierras agrestes es impotente y, absorbido por el alcohol, llega al cementerio donde reposa su enamorada, cubierta por el ropaje mortuorio y bajo tres metros de tierra. Él, en su desespero, mira a todas y busca entre ellas a su amor. Ni siquiera una figura espectral logra observar o percibir. A ese vacío, nuestro héroe promete llenarlo con alcohol para no olvidarla. Expresa esa contradicción del negacionismo de Dios y resalta la tierra bendita donde yace su amada, tierra de nombre amoroso y bíblico a la vez. Allá, en ese lugar olvidado en los anaqueles del vallenato, se hizo leyenda la tragedia del hombre que se inspiró en el poeta payanés para cambiar su apellido, ese hombre que se quedaría sin su compañera y, sobre todo, sin seguir regando las flores de María que se añeja en un olvido pasmoso y desconsolador.


Gracias por valorar La Opinión Digital. Suscríbete y disfruta de todos los contenidos y beneficios en https://bit.ly/SuscripcionesLaOpinion

Temas del Día