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Nunca hay que generalizar

Algo parecido está sucediendo con el pueblo musulmán, y ahí entramos los colombianos, y el resto del mundo también.

Al inicio de este año, la mejor universidad de todas, la de la vida me recordó una muy sabia verdad: la de nunca generalizar.

Invitado por unos amigos, vacacionaba por el paradisiaco Parque nacional del Morrocoy, estado Falcón, Venezuela. Transcurría la tarde, disfrutaba del mar, la arena, de la hermosa vista que ofrece el paisaje, y las bonitas turistas, por supuesto. En algún momento, como a cien metros de donde estábamos, sobre un viejo muelle, se formó una gran romería, donde casi todos hablaban y algunos gritaban. 

¿Qué estará pasando? Me pregunté, y me dirigí hacia allá. Había una mujer, inconsciente, tendida sobre la madera: según parece sufre de epilepsia, y le había acabado de dar un ataque metida en el mar, lo que hacía más urgente que necesitara atención médica lo más pronto posible. A pocos metros de allí, varias personas sobre una lancha tomaban el sol y calmaban la sed con una de las bebidas alcohólicas simbólicas de Venezuela, esa que tiene un oso pintado, que ni se inmutaban por lo que sucedía.

Algunos de los que sí estaban preocupados por la salud y vida de la mujer, venezolana, lo deduje por lo que oía, pidieron a los de la lancha que la llevaran hasta el hospital. El desalmado dueño de la lancha, venezolano, lo sé por su acento, subiendo la voz y frunciendo el rostro, respondió: Yo ¿por qué? Yo pague por este puesto, y aquí me voy a quedar, que la lleve otro, además, no es familia mía. Y siguió en lo suyo con sus amigos. Algunos de los que formaban el corro, sobre todo una mujer, le respondieron al indolente sujeto con algunas de las groserías más distintivas de la patria de Bolívar.

Mientras esto sucedía, uno de los presentes, un hombre grandote, como de un metro noventa o más, con los característicos rasgos de provenir del imperio, algo auxiliaba a la mujer, y, a decir verdad, era el más hacía por ella; inclusive, cuando por fin apareció la lancha de los socorristas, se le veía el afán por ayudar a subirla raudamente.  

Ahora bien, el desaparecido comandante eterno y su sucesor, ese que debería estar manejando un bus en Caracas y no los destinos de un país, despotrican hasta el cansancio de los gringos, no solo del gobierno, sino de los estadounidenses en general, solo basta recordar algunas de las frases más celebres del primero, “Yanquis go home”, “váyanse al carajo, Yanquis de mierda”; en otras palabras los consideran gente desmesuradamente ambiciosa que únicamente piensa en invadir naciones y apoderarse de sus recursos naturales.

Con estos antecedentes, no es difícil saber que el gobierno chavista y muchos de sus partidarios, sobre todo los más radicales, nunca darían crédito a una historia como esta, para ellos es imposible de concebir que un gringo tenga una pizca de bondad, y menos que ayude a un venezolano o venezolana. Sus prejuicios en contra de los norteamericanos, no americanos, pues americanos somos todos los nacidos en este continente, son tan grandes que no les permiten ver algo bueno en ellos. Y ahí es donde está el peligro, en generalizar.

Algo parecido está sucediendo con el pueblo musulmán, y ahí entramos nosotros, los colombianos, y el resto del mundo también. Estamos considerando terroristas a cualquiera que pertenezca a esa religión, cuando lo cierto es que los extremistas que no les importa inmolarse con tal de matar infieles son muy pocos comparados con la gente de bien, gente de bien como ese gringo que no reparó en la nacionalidad, partido político o religión del prójimo para ayudarlo. 

Viernes, 28 de Octubre de 2016
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