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Meditación natural
La misión es, entonces, intuir la bondad de esa ocasional alternativa humana.
Lunes, 27 de Febrero de 2017

La vida transcurre por los días con señales dejadas en silencio en tantas cosas bonitas, a veces inadvertidas, que tienen huella de infinito: sin siquiera mostrarse, nos hacen felices. 

Sólo son reconocidas en el mundo íntimo, lo único valioso, e intransferible, que poseemos, un don fascinante que inspira a descubrirlo constantemente. 

En ese misterio existencial deben disfrutarse los instantes mágicos de la naturaleza; por ejemplo que, aún, existen capullos que, con un encanto, se vuelven pétalos y flores, que hay mariposas, pájaros y colibríes que las visitan para la fecundación maravillosa del polen en rosas, estrellas de belén, veraneras o frutos que bendecirán las mañanas de las mesas. 

Son los sueños frescos, quizá ingenuos, contagiados de esa dimensión de eternidad que los hace maravillosos (-o los hacía- porque hasta ellos han cambiado). 

Ni la ciencia, ni las palabras, ni nada, miden la espiritualidad de un ser humano: aunque suene extraño en estos días y, a los idealistas, se nos rotule con una especie de misericordia, las auroras seguirán ahí, pacientes, y los crepúsculos, y todo lo que nutre de esperanza el alma, en un secreto compartido deliciosamente con nuestra nostalgia. 

Todo termina pronto, en unas cenizas guardadas o esparcidas por el viento; la misión es, entonces, intuir la bondad de esa ocasional alternativa humana, la plenitud de su valor. El tiempo deja de ser sólo un instrumento de medición para volverse causa universal.

Uno mismo forja el instrumento de su propio destino, lo caracteriza y, o lo hace noble, o lo reduce a la condición de superficialidad, que es lo más fácil. Si es lo último, entonces se escapa, se dedica a perseguir superficialidades y no percibe el ciclo que constituye la esencia de las mejores opciones de evolución personal: la realidad que depende de nuestro modo de soñar.

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