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Ciudad marchita

Añorábamos aquellos años, antes de llegar Chávez al poder, de cuando era tan placentero el viaje a San Cristóbal.

La muerte de la tía Irene me obligó a ir a San Cristóbal, Venezuela, en junio de 2015.

A la pena por el deceso de la pariente política, mitigada al fin y al cabo por el consuelo de que había vivido 97 años, se sumó, y creo que fue más intenso que aquella, el sentimiento de comprobar a qué estado llegó una ciudad que era el encanto de todos los cucuteños. Y agréguenle más aún: el miedo, por la inseguridad que amenaza por doquier. Los cuentos de los robos hasta con muerte, en los que la misma PTJ está involucrada, le ponen a uno los pelos de punta.

Nosotros, por supuesto, por el cierre de la frontera, no llevábamos carro, de manera que estábamos a merced de que nos transportaran. La noche del velorio, a las doce les manifestamos a los deudos que queríamos regresar a casa de mi hermana en donde nos hospedábamos, por cierto a pocas cuadras. Nos dijeron que a esa hora no circulaban taxis porque nadie se atrevía a estar en la calle. Notamos que los habíamos puesto en un apuro pues todos se miraban y ninguno se ofrecía a sacar su carro para llevarnos. Al fin un joven se decidió y nos llevó.

Añorábamos aquellos años, antes de llegar Chávez al poder,  de cuando era tan placentero el viaje a San Cristóbal. En la carretera había profusión de inmensos y alegres avisos de supermercados, hoteles, restaurantes, cines y almacenes. Y se encontraban paraderos pintorescos y restaurantes para todos los gustos. Todo ello desapareció. Ahora solamente se ve, pintada en los muros al pie de las peñas, la cara del difunto. Por todas partes está Chávez.

En los buenos tiempos, antes de la revolución bolivariana, uno se daba el lujo de escoger la estación de gasolina en donde aprovisionar su vehículo. Ahora hay que buscar por toda la ciudad el milagro de una gasolinera.

De aquellos supermercados, numerosos y supersurtidos con mercancías importadas, no queda nada. Apenas el Sambil, pero se siente allí la angustia por lo poco que se consigue.

Los avisos destellantes e hipnotizantes también desaparecieron. Las bellas avenidas de otrora permanecen a oscuras. Todo es tétrico. Y el abandono y la ruina avanzan en todos los espacios.

Realmente, amables lectores, se le encoge a uno el alma al ver la postración de una urbe que fue orgullo de Venezuela. Da dolor. Y, repito, da miedo. Porque ahora, antes de llegar a la casa, hay que persignarse y mirar bien  que no lo estén esperando para atracarlo. En la terminal de transportes se siente uno más inseguro aún. Se desconfía de todo bicho que camine.

Sobre todo si son vigilantes o funcionarios del gobierno.

Las atenciones de la familia – cariñosas y extremas -  tratan de compensar tanta zozobra.

Pero, sinceramente, no quedé invitado para la vuelta.

Cuando uno al regresar alcanza La Parada, ¡ah!,  respira profundo, afloja los esfínteres, y se siente seguro y feliz aún en semejante caos. Ahí le provoca gritar ¡viva Colombia!, porque percibe el aire delicioso de la patria ¡Y está en la hermosa Cúcuta, desordenada y ruidosa, limpia y sucia, de gentes amables unas e incultas otras, lo que sea, pero está en su patio, en su casa, en donde nadie está tensionado, en donde todo abunda, en donde hay seguridad, y libertad, y alegría, y progreso, en fin, en donde tenemos de todo para regodearnos.

Porque, todo puede ser nuestra capital, pero menos una ciudad triste y marchita como San Cristóbal hoy en día.

orlandoclavijotorrado@yahoo.es

Viernes, 10 de Febrero de 2017
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