De todos los instantes que pasan por las esquinas de la vida, uno debe capturar sólo lo bonito que debe quedar guardado; lo demás, dejarlo a la deriva del viento para que corra a la oscuridad y se esconda en los desechos.

Pero sucede que los que valen la pena tienden a ser fugitivos, a irse, o no dejarse asir, porque son fugaces: paradójicamente, su dimensión es inmensa y poseen, en sí mismos, las mejores alternativas para ser realidad.

Y cuando emergen pueden crear instantes similares, sucesivos, y acrecentar los sentimientos con la luminosidad inspiradora que se vislumbra en el horizonte y la madurez con que aprende uno a desapegarse de las cosas: son los instantes puros, naturales, que ya no necesitan ser advertidos, ni siquiera presentidos, que entienden el camino libre de desconciertos, que saltan briosos sobre las vanidades y se recogen en una corriente de esperanza que orienta, de una vez, al infinito, sin mirar atrás.

Entonces ocurre esa coherencia maravillosa entre lo que uno siente y piensa, porque es mejor no hablar, sino vivir íntimamente, en silencio, así como trasmite la aurora el momento en que se confunden la luz y la oscuridad (conticinio) para despertar a la mañana, en ese silencio mágico seguramente parecido al que se da constantemente en la eternidad.

Cuando uno percibe así la vida, intuye una posibilidad de existencia cercana a la perfección, que puede acariciar con su nostalgia y hacerla visible con los ojos del alma, o las explicaciones armoniosas del canto de los pájaros.

Todo para recorrer la ruta sin el fardo del pasado, con la vitalidad nueva que descubrió en la sonrisa del universo,  la que brilla en el punto que recorre, itinerante, la intermitencia del fulgor de la sabiduría, como un faro anunciando la bondad infinita de dios, en esa especie de círculo que se inicia  con un sueño y recorre el tiempo para girar en una trayectoria feliz.